Charlas, seminarios, otros

Resumen de la Conferencia dictada por Jacques Leenhardt

Desde el renacimiento hasta comienzo del siglo XX fue fundamental a la hora de tematizar el arte la noción de autor, figura cuasi divina creadora de objetos trascendentales que era origen del sentido de toda obra. Esta idea se mantuvo fuertemente vigente hasta que los maestros de la sospecha sacaron del plano central al sujeto y con ello difuminaron también el aura mística que rodeaba al autor. Mallarmé da cuenta de cómo desaparecen los carácter individuales del sujeto escritor; si hay mensaje en el texto éste no es otra cosa que la expresión de la propia escritura. La definición del arte a partir de la figura del artista y sus competencias es demasiado estrecha y el siglo XX fue escenario de la construcción de un nuevo paradigma en la comprensión de los criterios que determinan el sentido de la obra de arte.

Dramática es la demostración que Duchamp hace de esta afirmación. Sus ready mades exponen a vista y paciencia de todos la separación entre la obra y el autor, o mejor dicho, el vacío que deja la noción tradicional de autor al entender aquella. Éste, más que relacionarse con los objetivos artísticos como autor o productor se relaciona con ellos como la autoridad que les otorga la condición de obra de arte pues no es él necesariamente el creador de los objetos artísticos. Así el sentido de la obra, que antes provenía de él, ahora es potestad de los espectadores; son «los espectadores los que forman el cuadro» dirá Duchamp. Sin embargo esto no quita toda responsabilidad al artista; él ahora tiene que, gracias a su sensibilidad, enfrentar la tarea de ser capaz de seleccionar objetos que sean aptos para remecer al espectador.  Se observa que el espectador no es el receptáculo del mensaje del artista, y gracias a su imaginación es capaz de combinar las imágenes que sugiere el artista (Diderot exclama «Por gracia, dejad algo para que lo supla mi imaginación»). Será esto lo que Leendhardt indica como uno de los dos principios de indeterminación del arte. El otro principio viene dado por los límites de la conciencia del artsita, que no es capaz de dominar todo lo que surge de su obra.

En esta reorganización de la función de autor el crítico juega un rol tan importante como el espectador. Por medio de ambos nos acercaremos al fin del orden de lo sacro en el arte, al fin de la primacía del sentido unívoco en el arte. El crítico tendrá la función de abrir el mayor número de  horizontes a través de una crítica que sea parcial, apasionada, política, hecha desde un punto de vista exclusivo. Junto con ello la aparición del gusto de masas y la reproductibilidad de la obra de arte merman el aura de la obra, esto es, su carácter «lejano», condición que expresa la pertenencia ineludible a un momento determinado de la historia.

¿Dónde queda, dada la doble indeterminación, la función de autoridad del arte que se desvaneció con el advenimiento de la masificación?

Leenhardt ve en Barthes una propuesta de reorganización de los vínculos entre autor, obra y observador/lector. Barthes afirma que hay dos lenguajes que tensionan al observador, al crítico, al momento de enfrentarse a la obra pues le hacen sentir el abismo que hay entre lo sentido y lo pensado argumentado. Se trata del lenguaje expresivo y el lenguaje crítico. El primero se refiere al sujeto de la experiencia estética, al espectador, el otro, a las estructuras discursivas disponibles culturalmente para abordar las obras de arte. Dentro de los discursos explicativos (lenguaje crítico) las alternativas de explicación han demostrado ser siempre reductoras, pero el problema no es tanto eso como el hecho de que los discursos siempre corren el riesgo de ser «autotélicos», de buscar una finalidad de consistencia interna más bien que abrirse a lo imprevisto de la alteridad que es la obra que se considera que analizan. Ante ese desafío la solución parece asomarse en el desarrollo de una mathesis singularis, que a cada objeto le otorge un saber que se modele en él, en lugar de repetir, convirtiendo este objeto en su coartada, la coherencia teórica que le da el carácter de discurso coherente; por otro lado en el dominio de las ciencias humanas, solo un sujeto humano, un singular podría ser la piedra de toque del saber de la verdadera eficacia de la obra. El espectador es quien hace el cuadro.

En este sentido es necesario que la «verdadera ciencia» desarrolle la capacidad de reproducir la singular sacudida, la perturbación en relación con los códigos sociales establecidos, aquella pasión que evocaba Baudelaire o aun la «buena voluntad frente a la pasiòn» de la que habla Nietzsche y a la que califica de punctum saliens, aquella gota que rebalsa el vaso. En Barthes «punctum» designará lo que me apunta, me visualiza y me toca, y provoca en mí una emoción, un regreso del pensamiento al objeto; es la  contribución singular y pática del espectador, lo que agrega a la obra por el hecho de prestarle atención. La subjetividad del sujeto observador es la que detecta en el objeto aquello que le otorga, para él, la legitimidad superior. El crítico debe dejar que surja el elemento subjetivo negado por los discursos, con el fin de que la obra de arte, en la edad del anonimato y de las masas, ejerza siempre el poder interrogador de la  obra de arte.

foto3_conferencia leenhardt

Marisol Facuse  (Coordinadora Núcleo de Sociología del Arte y de las Prácticas Culturales) y Jacques Leenhardt (Director de Estudios de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París EHESS).

[Fotografía de: Rocío Alorda Zelada, Periodista de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile]

Deja un comentario